El alcohol acompaña desde siempre a la civilización humana. Son buenos los controles estrictos en boliches, en las fiestas de los adolescentes, etc. Pero no son la solución.
Los adultos debemos involucrarnos más y ser realistas cuando hablamos de los peligros. Está bien prohibir, pero también debemos enseñar a tomar: no mezclar, no manejar, tomar mucha agua, parar a tiempo, que negarse no es de personas débiles sino lo contrario.
Tenemos que ayudar a nuestros hijos a mejorar el control respecto de sus acciones, tratando no sólo el tema del alcohol sino las otras cuestiones que les preocupan, ayudarlos a madurar mediante una capacitación en la lucha por sus deseos.
Los chicos beben no tanto por el sabor sino por el efecto. El alcohol agarra rápido y en eso consiste su éxito. Es como una droga, encantadora, sensacional, socializante, divertida, accesible y generalmente manejable. Toman alcohol para sentir la libertad y la distensión que a los adultos tanto nos gusta sentir al tomar cerveza, vino, o whisky.
Los padres creemos que decir lo que se debe hacer es educar, nada más falso, puesto que educar es ayudar a crecer, no enunciar distantemente qué está bien y qué está mal, y encima hacerlo con enojo o decepción. ¿Cómo podemos decirles a los chicos que no deben tomar si los papás tomamos?
Los padres tenemos que aprender a hablar con nuestros hijos, no a retearlos o enseñarles desde una posición superior como si lo tuviéramos ya todo resuelto y, abrir también nuestra verdad, puesto que hablar es compartir.
Nada puede salvar a nuestros hijos de los peligros del mundo, pero la intimidad bien vivida con papás amorosos es lo más parecido a un poder protector que los acompañará siempre.

Endocrinólogo, transplantado renal, columnista de salud, convencido que las palabras y las acciones pueden cambiar el mundo.