Todo sirve para refrescarse cuando hace calor. Pero hay que tener mucho cuidado con la piel cuando la exponemos al sol. Si se quema de forma indebida, puede ser doloroso ese momento y mucho después.

La piel es el órgano más extenso. Tiene la increíble función de separar nuestro medio interno del medio externo. Pero no sólo eso. También tiene otras funciones vitales. Una de ellas es ayudar a mantener la temperatura del cuerpo, lo cual es esencial para el funcionamiento de todos los órganos. Para ello, la piel respira, suda y abre los poros cuando debe perder calor o los cierra para mantener el cuerpo caliente en los días de frío.

Una de estas células son los melanocitos, que tiene la función de protección de los rayos del sol, especialmente los rayos ultravioleta tipo B. Estos rayos son los más peligrosos porque son los encargados de «quemar» la piel. Cuando la piel percibe la intensidad de la luz del sol, hace que los melanocitos produzcan un pigmento de color marrón llamado melanina que nos protege y, de esa manera, «broncea» la piel.

Las personas de piel muy clara, sin embargo, tiene poca cantidad de melanocitos y se queman con más facilidad. Otras personas producen cantidades concentradas de pequeñas manchas marrones que son las «pecas» que aparecen después de estar en el sol. Las personas de piel más oscura, naturalmente tienen más pigmentos y por lo tanto están más protegidos. Pero también se pueden quemar y se deben cuidar.

Cuando la radiación solar es intensa, al punto de sobrepasar la capacidad de protección de la piel, ocurre la quemadura. La piel se vuelve roja, inflamada y muy dolorosa. A veces nada lo puede calmar, y la verdad, a veces, ni la ropa ligera se puede tolerar por el dolor. En esta situación todas las funciones importantes de la piel quedan automáticamente comprometidas.

Pero no es sólo eso. Es importante saber que las quemaduras de sol pueden dañar irreversiblemente la dermis, que es la capa que proporciona fortaleza, resistencia, textura y forma a la piel.

El calor excesivo también puede dañar el ADN de las células y alterar el estímulo que hace que las células se reproduzcan para reemplazar a las que ya se han destruido. De ahí que la piel queda de manera temprana con aspecto envejecido y, al quedar más delgada y menos elástica, pierde la forma y la fuerza. Disminuyendo su capacidad de protección. Y, lo que es peor, a largo plazo las células pueden hacerse cancerosas.